sábado, noviembre 08, 2003

Los Toros

Otro extracto de la narración del Tlacotour.

Los Toros

Desde antes del viaje sabíamos que habría toros. Pero nunca había sido de nuestro particular interés documentar el evento. Nuestro objetivo era, y es, el Son jarocho, el encuentro de jaraneros, encuentro de nosotros con ellos. Con esa mirada al sotavento que le da nombre a nuestro proyecto, con el fandango.

El mismo fandango que nos tuvo despiertos hasta las 8 de la mañana nos dejó abotagados, borrachos de música e imágenes que no esperábamos obtener ya desde nuestra primera noche. El sol inesperado nos despertó alrededor de mediodía y nos obligó a dejar el incomodo refugio de la camioneta que había servido como posada al no encontrar alojamiento la noche anterior. Por las calles se veía una extraña actividad, todos se dirigían al centro, a las calles que dan al margen del río, todos vestidos con camiseta o camisa roja. Algunas sencillas, otras alusivas al evento. Variando desde mostrar tan solo la solitaria figura de un orgulloso toro de lidia visto de perfil, hasta las que presentaban una caricatura grotesca de un toro tomando cerveza y diciendo “Ahora si me voy a chingar a estos cabrones”.

Ya estando despiertos no hubo más remedio que seguir la corriente, Gabriel, un poco más animado que yo, se cambió la camiseta por una de color rojo. Yo no solo no tenía ninguna sino que además no pensé en ningún momento en participar. Unos animales iban a ser maltratados, mi conciencia no me lo permite.

Al pasar frente a la Posada Doña Lala nos llamaron a gritos, Héctor y Jacko estaban tomando un café y platicando con otro equipo de documentalistas, los BOONKER. “Nos van a dar permiso de subirnos a la azotea a grabar”- comenta Jacko – “Pero solo puede subir uno”. La decisión fue sencillísima, Jacko subiría a grabar con la cámara más chida, la XL-1. Mientras nosotros, al no poder gozar de tal privilegio, nos quedamos en el restaurante del hotel tomando café que yo decidí acompañar con una botella de agua, pepto bismol y sal de uvas.

Desde fuera nos llega el estruendo del Tlacotalpan que no queremos ver, el de la feria ensordecedora. La música comercial a todo volumen y la gente atestando las calles a más no poder. Los negocios y casas céntricos protegen sus fachadas con viguetas de madera o trozos de bambú, lo cual también provee algo de refugio a los transeúntes que quieren permanecer en territorio seguro. Pero nadie quiere realmente hacerlo. Todos están en la calle, bailando, riendo, luciéndose, bebiendo, sobretodo bebiendo, no hay nadie que no lo haga. Y muy pocos lo hacen con mesura, frente a nosotros pasa una camioneta con unas siete muchachas en la caja, mientras nos sonríen y hacen bromas entre ellas una simplemente voltea y vomita en el piso. Tomo la firme decisión de no beber alcohol este día.

Nuestra mesa es el lugar más seguro, el café no es malo, los precios son altísimos para estándares Tlacotalpeños, aunque muy razonable para nuestros ojos regiomontanos, el calor no es tan agobiante. Hay muchachas guapísimas en las mesas de alrededor. No hay una sola razón para salir a las calles. Al poco tiempo llega a nuestra mesa Ana la documentalista alemana, su equipo es ella sola con su cámara de video y un par de niños locales que pasean con ella, tal vez como guías. Viene con ella una mujer de rasgos orientales que resulta ser de Hong Kong y tiene unos dientes horribles de los cuales solo me puede distraer su pronunciación en Inglés que es un poco peor que la mía. No logro comunicarme con ella de ninguna manera y trato de charlar con Ana. Está emocionadísima por haber filmado imágenes de los toros cruzando el enorme Papaloapan a nado, azuzados para llegar a este lado y comenzar su tortura a manos de los locales, y visitantes que vienen solamente este día, el día de los toros.

El ambiente en la calle cada vez está más cargado de energía, Ana tampoco quiere salir, y en contra de mi consejo pide permiso para subir a la azotea, el cual le es negado bruscamente por la dueña. Ahora sus niños-guía no sirven de mucho, y solo una muy mexicana aplicación de “disculpe” y “no se me enoje porfavorcito” de mi parte logran sacarle una sonrisa a la señora que momentos antes casi nos corre hasta del restaurante. Volvemos a la mesa en donde Ana me pregunta sobre otras cosas que quiere documentar. Me pide que le diga como llegar a una ceremonia de peyote Huichol y le explico que no es algo como para simplemente aparecerse y decir “Hola, voy a filmarlos en uno de sus rituales más importantes”. No comprende muy bien el concepto lo cual me enoja y me hace desear que siempre si nos hubieran corrido.

Salgo a la calle, quiero averiguar de que se trata toda la energía que se siente en el ambiente, y alejarme de la alemana al mismo tiempo. Sin darme cuenta avanzo hacia donde están los toros y al dar la vuelta a la izquierda me topo con el espectáculo, entre el toro y yo hay unas cincuenta personas y no puedo ver nada, de repente retroceden al mismo tiempo gritando histéricos, es difícil, es imposible resistirse a la inercia de la masa en movimiento. Pero el toro nunca viene. Es como el cuento del lobo, se avisa y se vuelve a avisar, pero nunca es verdad, y cuando finalmente viene, pasa a dos metros de mí, desde mis espaldas escucho sus pisadas y apenas alcanzo a voltear, no siquiera correr, cuando lo veo pasar por un espacio misteriosamente vacío, hay gente rodando por el piso pero es a causa de los empujones, no del toro. Me alejo de prisa sin perder de vista a los ahora dos toros de la calle, y vuelvo a la tranquilidad y calma del restaurante.


“Saben que, acabo de estar ahí, con los toros, y ahí es donde debemos ir...” me sorprendo a mí mismo con estas palabras, me sorprenden más mis compañeros, en instantes Héctor se arma con una mini cámara de video, y Gabriel y yo con sendas cámaras de 35 milímetros.
Salimos del cerco de protección y nos acercamos al tumulto. La gente que atiborra las calles está en un estado de expectativa constante, atenta al grito de “¡El toro, el toro!” Que hace que todos corran en diferentes direcciones. El toro por supuesto nunca aparece, nos adentramos cada vez más entre la gente, rodeando a los caballos que supuestamente están ahí para controlar al toro. Hay vaqueros de todo tipo: Con atuendo norteño, jarocho, policías, todos orgullosos encima de su caballo y con la seguridad que da estar un metro veinte por encima de la multitud y el peligro, pienso para mí que en cierto momento uno de esos caballos puede ser tan peligroso como el toro. Con tanta gente alrededor da lo mismo ser embestido por ochocientos kilos de cualquier animal. El lugar más despejado esta frente a mí, cerca del toro, mi recién adquirida admiración por Riszard Kapuscinski me lleva a pensar “Ahí hay que estar, eso es lo que hay que sentir” y a empujones me abro paso, nadie reclama por ser empujado, muy al contrario, surge la expectativa de ver quien es ese otro que se avienta al circulo, y mi corpulencia ayuda, probablemente se decepcionan al ver que solo voy a tomar fotos. Que es lo que debería de hacer en este preciso instante, pero el espectáculo es más impresionante de lo esperado. Confronto por fin a las verdaderas bestias, diez o doce hombres en estado de salvaje euforia que retan al toro, le gritan, le avientan vasos y botellas, lo azuzan con pañuelos, le tiran de la cola, uno se descuelga del circulo y por un costado monta al animal que apenas responde con un par de cabezazos sin mucha convicción. Es un cebú que fácilmente rebasa los mil doscientos kilos, pero está cansado y asustado, alguien dijo que este año los toros serían mansos para que no hubiera muertos como en años pasados. Sin duda este toro en particular podría matar a uno o dos, tal vez cinco de los que ahora lo rodean, pero somos demasiados y no tiene un punto fijo hacia donde embestir, no es un toro de lidia que confíe ciegamente en su cornamenta. Es un animal cansado y desesperado.

Finalmente reacciono y comienzo a tomar fotos, hay material de sobra, los cuerpos que brincan atrás y adelante tratando de provocar una reacción en el toro, los gestos desencajados de furia y miedo de los que forman un circulo alrededor de el, la expectativa hacia la posible carrera del toro, que puede iniciar en cualquier momento. El toro solo se mueve atrás y adelante un par de metros, en ese ir y venir aprovecha para embestir sin realmente mucha intención a los que están justo enfrente. A alguno le toca un cabezazo leve, sin duda doloroso por la fuerza del animal, pero nunca llega a mayores y solo produce una carcajada general. Se acaba el rollo, solo raigo rollos de 24 exposiciones en color, asa 400 porque la mayoría de las fotos las tomé de noche y con poca luz. Repito el ritual de tomar un rollo de la bolsa exterior de la mochila mientras el otro se devuelve automáticamente, sacar el rollo viejo, meterlo en el tubo del nuevo, aventarlo en la bolsa interior y colocar el rollo fresco en la cámara mientras crece el tumulto y otro toro pasa corriendo a mis espaldas, anticipado por la estampida de la gente, y seguido de dos vaqueros a caballo. Creo que de cualquier manera no es tan buena idea cambiar rollos en medio de todo esto.

Volteo y no encuentro a nadie. Me rodean cientos de hombres y mujeres, pero el sentimiento de pertenencia al grupo que hace que uno se sienta menos solo, más protegido, ese no existe pues mi pequeño grupo se ha deshecho, Gabriel y Héctor no están a la vista, Jacobo de seguro esta en alguna de esas azoteas. Estoy solo en medio de mar de gente.

Los vaqueros tienen una razón para estar ahí. Son los encargados de llevar al toro a un ruedo. Pero la gente no los deja, cuando lo intentan lazar y fallan se burlan de ellos y cuando lo logran los mismos castigadores se encargan de liberar al animal de nuevo. Quieren seguir castigándolo. Los toros solo quieren descansar, algunos ya se han echado al piso sin esperanzas esperando tal vez que todo pase o sencillamente que les llegue la muerte mientras siguen montándolos e incitándolos a que se levanten. En grupo los hombres podemos ser un peligro terrible.

El pueblo se ha redimensionado totalmente. En circunstancias normales, incluso los demás días de la feria, circular de un extremo a otro es de lo más sencillo, nunca teniendo que caminar más de diez cuadras para llegar a cualquier lado, nunca tardando más de quince minutos. Hoy es imposible caminar una cuadra en menos de ese tiempo. En parte por las protecciones que están colocadas cubriendo las aceras, y en parte por la cantidad increíble de gente que esta circulando, algunos aburridos se dirigen hacia fuera, pero una nueva remesa se acerca ansiosa por ver el espectáculo o participar en el. Moverse es tan difícil, el ruido tanto. Me doy cuenta que lo más importante para evitar ser embestido por el toro o la gente es siempre mirar hacia donde está el toro, incluso cuando se repliega la multitud frente a sus cada vez menos frecuentes desplazamientos.
El tiempo corre de una manera poco usual, súbitamente el cansancio acumulado me viene encima, la rabia se transmite, la desesperación del toro. Y literalmente emprendo la huida a través de la multitud, son las 2:30. El trato es vernos a un lado de la Iglesia de San Miguel a las tres si nos llegamos a separar. Encontrarse de pronto con las calles solitarias que se encuentran fuera de la zona céntrica produce un mareo similar al que se siente recién bajado de un barco después de una travesía larga. Súbitamente el espacio es demasiado abierto, aunque se respira mejor. Me doy cuenta que tengo una sed terrible de la que doy cuenta con dos litros casi de jugo de piña friísimo y dulcísimo. Me encuentro a Jacko y nos tumbamos a la sombra en una de las tantas fachadas con arcos que tan astutamente fueron colocadas para que siempre corra una brisa refrescante en ellas. Poco después estamos en San Miguelito donde Héctor y Gabriel ya se encuentran igualmente tumbados a la sombra de la iglesia. Nos unimos a ellos mientras todos nos contamos nuestras historias, mi historia de la histeria vivida frente al toro, la de Jacko de las oleadas de gente moviéndose al unísono vistas desde arriba, la de Héctor y Gabriel que siguieron a un toro con la pata rota al que finalmente los organizadores decidieron ahogar en el río. Estamos excitadísimos, nos asombran todas y cada una de las perspectivas ajenas. Y poco a poco nos vamos quedando dormidos a la sombra de la iglesia, con las cámaras y mochilas como almohada, aprovechando las pocas horas que tenemos disponibles antes de que todo comience de nuevo.

lunes, noviembre 03, 2003

Pornografía

Inche pervert, ya sabía que le ibas a dar click aquí, nomás para eso has de usar internet verdad? Bueno, yo también... Ok, aquí está la foto más pornográfica que tengo.

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  • domingo, noviembre 02, 2003

    Fotos

    Hoy me dieron ganas de ser más visual, así que ahí van unas cuantas fotos, pa que vean que no solamente Parra juega con su maquinita de imágenes. Esta es de una sesión en la que le piratee luces, set y hasta modelos. Posted by Hello




    La misma modelo, blanco y negro Posted by Hello


    Misma sesión, otra modelo. Posted by Hello


    Yad, en una pose muy cinematográfica, con todo y cámara Posted by Hello


    Ahora paso a viajes, comenzando por lo que he hecho d einvestigación acerca del Son Jarocho. o "La subcultura del Son" como le gusta llamarlo al Jesús.

    Bailando un toro zacamandú en Jáltipan Ver Posted by Hello


    Mi humilde intento de ser Doisneau jarocho Posted by Hello


    Un zapateado, un zapato Posted by Hello


    Una de las razones para documentar el Son jarocho, es que uno no es el único con camarita Posted by Hello


    Ahora viajamos a Oaxaca.

    Una de las vistas más hermosas de Santo Domingo en Oaxaca. Uno edificio majestuoso, uno de los lugares más hermosos de nuestro país Posted by Hello


    Y justo enfrente, un detalle pequeñísimo, y también hermoso Posted by Hello

    sábado, noviembre 01, 2003

    Llamas a mi

    Ya teníamos 16 años, y ocupábamos nuestras tardes en una serie de productivas actividades que iban desde fumar y platicar en la esquina de Fresnillo hasta fumar y platicar en la esquina de Tijuana, siete cuadras eran nuestro territorio y en el reinábamos.

    Éramos "Los de Tijuana" y todos nos temían porque contábamos con una línea que fácilmente rebasaba los seiscientos kilos, a esa edad ya cinco de nosotros medíamos más de 1.80 , comíamos como si fuera a pasar de moda y el fútbol nos daba esa forma indefinida entre niños y hombres. Muchos solían preferir sacarnos la vuelta. Y mientras estuviéramos en nuestro territorio estábamos seguros.

    Claro que siempre hay una excepción, la excepción se llama Miguel y tenía veinte centímetros menos que el promedio, y aparte la mala costumbre de ser un casanova y enamorar a las chicas que se le atravesaran, sin importar que fueran de nuestro territorio o no. Lo único que lo salvaba es que Miguel podía correr. Y normalmente corría y corría y corría hasta que aparecía en la esquina de Tijuana, nosotros nos levantábamos de la banqueta y hacíamos frente a quien fuese que estuviera persiguiendo a nuestro pequeño Miguel en ese momento.

    Pero no siempre se puede correr más rápido.

    Una tarde, como de costumbre, los gritos de "Párate pendejo!" nos avisaron que Miguel estaba en problemas, y venía para acá. Le vimos dar la vuelta a la esquina con muy poca ventaja sobre sus perseguidores, apenas uno o dos pasos, y uno de ellos realmente podía correr. En nuestra esquina solo estábamos Memo y yo, justamente habíamos estado charlando acerca de cómo a Miguel no le vendrían mal un par de putazos para que se compusiera. Al verlo en tan comprometida situación nos miramos uno al otro, y seguimos sentados

    Aún no llegaba a media cuadra y ya tenía a uno de sus perseguidores prácticamente encima. Lo sabía perfectamente, en su cara se veía que adivinaba nuestras negras intenciones al no ver que nos levantáramos de nuestro lugar, el acuerdo parecía ser comprendido por los tres "Si llegas hasta acá, te ayudamos, si no..."

    Casi lo tenían.

    Y se detuvo.

    Dio media vuelta, encaró a sus dos contrincantes con los brazos en cruz y gritó a todo pulmón...

    "!LLAMAS A MIIIII!"

    Y sus dos seguidores se detuvieron en seco, casi cayeron al suelo del susto. Yo ni siquiera volteé a ver a Memo, me levanté de un salto pensando "Pinche Miguel, si se ganó que le ayudemos", creo que Memo pensó lo mismo porque pronto fuimos nosotros los perseguidores.

    Y es que no cualquiera entraba a nuestro territorio, menos a golpear a nuestros amigos, con o sin superpoderes.

    Fragmento Tlacotalpan

    La carretera ha sido recorrida ya en infinidad de ocasiones, con distintos destinos y objetivos. Ninguno de nosotros es ajeno a ella. Le conocemos con gusto de viajes anteriores. Con otras compañías y otros destinos.

    Somos tres, tres tristes perros seríamos si no fuera porque ese mote solo se ha aplicado tradicionalmente a dos de nosotros. El tercero, cuya naturaleza canina no nos es revelada, o simplemente no existe, nos acompaña con las mismas previsibles dudas acerca de nuestro destino. Solo yo he estado ahí, y aún así lo conozco tan poco como si nunca hubiera pisado sus calles empedradas. De mi han salido innumerables descripciones acerca del colorido de sus casas, lo benigno del clima y lo impresionantemente inusual de su ambiente.

    Y sin embargo viajamos a la expectativa. Con dos mapas, no uno, que ninguno comprende claramente (¿Como es posible que tres hombres adultos seamos tan inútiles?). Y la confianza de que el automóvil llegará, las cámaras funcionarán, el pueblo estará ahí, y nos regalará una historia que contar.

    Durante más de seiscientos kilómetros no dejamos de sentirnos en casa, el semidesierto que domina el norte del país nos acompaña y reconforta. Básicamente es el mismo desierto que ya han fotografiado tantas veces mis dos compañeros. En el que he acampado tantas noches y sobre el que he querido escribir mil páginas diciendo siempre lo mismo. Es un paisaje que se antoja interminable, árido pero por conocido reconfortante. Cuando pasamos a las tierras solo ligeramente menos desérticas y menos planas de Querétaro comienzan nuestras dudas. “¿Daremos vuelta en San Juan del Río o antes? ¿Entraremos a la ciudad de México para perder tiempo y (Según mis paranoicos compañeros) arriesgarnos a un inminente asalto?”, La llamada telefónica que explica el camino a seguir nos indica que la mejor opción es darle la vuelta al monstruo de ciudad para proseguir a Puebla sin novedad.

    Como siempre, queda claro que un barco no pude con más de un navegante y un piloto. Y el esfuerzo democrático que nos lleva a tomar todas las decisiones por unanimidad nos deja unánimemente perdidos. Con rumbo a una ciudad que no estaba en el itinerario original.

    Llegaremos, si, pero no en la hora y media que engañosamente fue prometida por un federal de caminos (Que al alejarnos sin duda estalló en estertóreas carcajadas). Llegaremos.

    Manejamos hasta que frente a nosotros se extiende, desconocida, la ciudad, de ella solo sabemos su tradición minera y la existencia de un equipo de football que recientemente aporreó a uno de los nuestros vergonzosamente en la final del campeonato, dato que afortunadamente nos deja fríos a los tres. La ciudad nos acoge con reservas, sin duda sabiendo que no queríamos llegar a ella, que no nos interesa su reloj monumental ni sus paseos turísticos (¿Los tendrá?). Pero llegamos tarde y cansados, y después de dar vueltas por el centro encontramos un hotel satisfactoriamente barato, con camas previsiblemente incómodas, un televisor atornillado a la mesa y agua fría en abundancia para limpiarnos del polvo y el cansancio de la carretera.

    Aquí viene el primer shock cultural con mis compañeros de viaje. Fotógrafos, trabajadores del lente que ven en sus aparatitos un medio de vida y diversión. Al llegar al cuarto sacan a relucir las cámaras sin vergüenza. Fotos no enseñadas aún mutuamente, implementos para limpiar lentes y baterías que hay que sustituir y recargar. Alegremente se toman fotos, el uno al otro, a mí, a nuestros cansancios y ropa arrugada, al frío cuarto del hotel, y cumplen con el ritual de tomar una foto del uno tomándole una foto al otro. Cámara fotografiando cámara. Como juego de espejos sin fin que Borges nunca describió. A lo mejor por la expresa inutilidad de una foto tal, repetida incansablemente. Repitiendo incansablemente la foto del fotógrafo trabajando.
    Yo pienso en sacar mi libreta de apuntes, pero mi asignado trabajo de narrador, a pesar de tener también elementos lúdicos, se presta menos a ese tipo de juegos. Me pregunto si de ir dos narradores haríamos apuntes para después describir al otro haciendo apuntes.

    Como siempre que estoy de viaje. Soy el primero en despertar. A una hora indecente que de estar en casa me garantizaría llegar a tiempo a trabajar. Pero hoy no hay trabajo formal, solo camino frente a nosotros. Algo de frío y dos compañeros aún dormidos. Me baño y salgo a reconocer las calles del centro. En esencia iguales a las calles céntricas de muchas otras ciudades mexicanas. En realidad diferentísimas. Como siempre me viene a la mente la pregunta “¿Cómo será vivir aquí?”. Pronto llego a la conclusión, probablemente equivocada, probablemente no, de que sería aburridísimo.

    A las siete de la mañana aún no hay vida en las calles. Estamos en pleno centro pero al parecer los desmañanados acuden a otros rumbos para calmar el hambre con tacos mañaneros y cura crudas o baja pedas. El periodiquero si está, como figura constante en cualquier ciudad. Compro el periódico local y después de caminar media hora (Llegando a conocer el famoso reloj monumental) vuelvo a la habitación donde mis compañeros apenas dan señales de vida. Me acompaño de unos misteriosos bocados típicos que resultan ser unas empanadas de hojaldre rellenas de pollo en salsa verde. Mole verde le llaman aquí, al igual que el adobo de los tacos nocturnos resultó ser realmente mole dulce, pequeñas confusiones culinarias que por suerte no hacen mucha mella en nuestros estómagos ni en nuestros ánimos.

    La salida hacia la carretera se acompaña con una inutilísima discusión acerca de las bondades de las mujeres locales. Injustamente las clasificamos de chaparras y carentes de trasero. Probablemente las haya altísimas y exuberantes. Pero nuestra prisa por salir de ahí nos lleva a expresar todas las razones por las cuales la ciudad no merece nuestra estancia. Aunque estamos de acuerdo en que el equipo de football es bueno.

    La carretera sigue siendo larga y el paisaje poco digno de fotografiarse o describirse. Nuestro objetivo es un pueblo lleno de color y música a la orilla de un enorme río. El altiplano desértico y aburridísimo nos tiene sin cuidado por el momento. Llegamos al fin a un pueblo que yo conozco. Desde ahí el volante es mío. Y me apresuro a señalar cada punto o señal en el camino que me trae algún recuerdo. Aquí se come bien, allá hace mucho frío a veces. En esta curva siempre se voltea algún trailer. Aquí comienza el bosque y nuestra bajada de la sierra hacia la ciudad que considero mi hogar. Una de tantas.

    Inicia el reinado del verde, la omnipresencia de la humedad, y los caminos que de tanto ser recorridos son habituales más allá de las largas ausencias. El frío prometido no se deja ver por ningún lado, pero las conversaciones inútiles continúan, resultado de demasiadas horas de convivencia en un microcosmos cerrado del que solo escapamos esporádicamente para comprar agua u orinar en las gasolineras. Las calles para mi traen recuerdos de infancia, de comidas recordadísimas, de noches en vela y caminatas, sobretodo caminatas. Esta ciudad la he recorrido caminando de un extremo al otro. A veces sobrio, solo y aburrido y otras ebrio de alcohol y amistades. Alguna vez con una mujer amada, alguna vez con mi hijo. Muchas veces con mi padre y mis hermanos. Cuyas existencias aquí de todos modos me son ajenas a fuerza de kilómetros y años de vivir lejos.

    La casa azul es la misma, la familiaridad de la recibida es reconfortante, los brazos abiertos y la oportunidad de presentarles a mis compañeros a mi familia extendida. A dos verdaderos exponentes del son jarocho, que nos ha hecho manejar 1300 kilómetros. Una de las cosas más maravillosas es poder hablar de nuestro trabajo como si fuera un juego, unas vacaciones. Un descubrimiento casual que nos llena de alegría.

    Tacho es jarocho como pocos. El no se acercó al son por interés y gusto, el nació en el seno de una familia que vive el son como propio, y se dedicó a el con el amor de un oficio bien aprendido y ejecutado con gusto. Nos muestra una fotografía de su hijo recién nacido dentro del estuche de “La leona”, un estilo de tololoche, y para mis adentros pienso que será difícil superar eso. Que los que conocen y sienten el son tienen infinidad de herramientas para explicarlo y mostrarlo mejor que nosotros. En nuestras manos solo el tenemos gusto por la música, unas ganas inevitables de hacer esto, y una inocencia con respecto al tema que será nuestra única y exclusiva manera de explicar algo que apenas comprendemos. De jugar con los niños grandes. De contar una historia ajena.