Las ocho veinte, y yo que tengo que tomar el próximo autobús, todos
los días un nuevo autobús que es cada día el mismo, como si llegar a
destinos diferentes fuera suficiente para hacer cada día igual al
anterior y al siguiente. Hoy toca encontrarme con un anciano del
barrio antiguo y convencerle de que venda esa tierra por la que ha
trabajado toda su vida, por el bien de la comunidad.
Tarde ya, tarde para mi, tarde para el chavo estudiante con el que nos
relevamos para mirar el reloj, el pierde el tiempo inevitable en un
libro de derecho procesal, yo en los planos del catastro. Tarde para
el ama de casa, que atisba nerviosa a su muñeca y después a su bolso,
remueve una serie de papeles doblados en donde se adivina el verde de
los recibos de electricidad, el azul de los de teléfono y el blanco
oneroso de los de gas, 15% más caro que el mes pasado, y después
arruga aún más un puñado de billetes arrugados dentro de su monedero.
Solo ella no trae reloj.
Que maravilla, no traer reloj y poder decir que el tiempo no importa,
su fuera yo, ya estaría preguntando al estudiante y la señora, con
ademán de complicidad "¡Como tardan!". En cambio ella, al ser ella y
no ser yo, no se preocupa y se entretiene con calma en su lectura,
podría ser estudiante pero ya no tiene el aire ni los años, y que
bueno porque mal me vería yo, todo un licenciado, entablando
conversación con una jovencita. Pero por otro lado me quita todo tema.
Si ella mirase nerviosa a su reloj podría mirarle de reojo y usar el
"¡Como tardan!", si su libro la hiciera fruncir el ceño pensaría que
es el de derecho procesal y le diría "¿Procesal verdad? ¿Con el doctor
Mendieta?", o si revisara el recibo del gas aventuraría un "¡Que
barbaridad con estos precios!".
Pero no tengo una sola frase para ella, y ella tan tranquila con su
libro, sin levantar la mirada para maldita la cosa.
La avenida que parece un rio enorme no tiene ni demasiado ni muy poco
tráfico, el día no es ni muy frío ni muy cálido, ni siquiera es lindo,
es solo un día normal, y bien extraño que me vería yo diciendo "Que
día tan normal... ¿Verdad?". Queriendo acudir a un ultimo recurso
analizo su indumentaria y no encuentro más que todo lo adecuado y en
su lugar, nada acerca de lo cual hacerle un buen comentario, pero
recapacito, como le voy a decir a una chica "Que lindos aretes...",
pensaría que soy un rarito, o que quiero comprar unos similares para
una novia hipotética.
Tal ves simplemente deba sentarme junto a ella, esperar a que levante
la mirada y decirle "Hola, soy Justo Garza, y si el autobús sigue
tardando, ya no seré Justo a tiempo". ¡No por favor! Esos comentarios
son los que hacen que la gente me mire con las cejas apenas levantadas
y una sonrisa forzada el los labios que parece decir "Yo con mis
preocupaciones y este bobo quiere hacerla de cómico". Y el autobús en
verdad que no llega.
No vale la pena ver de nuevo el reloj, el tiempo pasa y con ponerme
más nervioso no llegaré más pronto a mi cita de las nueve. De todos
modos el viejo no se moverá de ahí, ni su terreno justo en medio del
plan para hacer el nuevo distribuidor vial. Tal vez debería mejor
pensar en pedir un jugo de naranja en la frutería de la esquina y
decidirme a pagar un taxi. Finalmente me lo puedo permitir,
pero entonces nunca sabría que dirección ha tomado la chica, ni en que
parada hace la bajada.
¿Y de saberlo que?
Vendría el día de mañana a la misma hora, un día si y otro no, así
podríamos ser parte de un ritual habitual, en un par de semanas ya
podríamos saludarnos casualmente con un "buenos días". Entonces yo
vendría una semana a las ocho en punto o a las ocho cuarenta, así ella
me echaría en falta y al volver preguntaría "¿Y donde te habías
metido?". O no diría nada.
Y finalmente se atisba uno en la distancia, de color verde y blanco,
todos fruncimos el ceño para ver si es el que esperamos, aunque esta
parada no ofrece muchas opciones, son solo dos rutas las que pasan, y
el otro va de amarillo y negro.
El estudiante nos gana, bendita juventud, aún a pesar de que lleva
unos ocho kilos de libros está en la escalera de un salto y paga la
tarifa con un billete, así que le cedo el paso a la señora, que revisa
por una ultima vez la cartera, los recibos, y un monedero de donde saca
la tarifa exacta en monedas de un peso, cincuenta y veinte centavos.
Luego que suba la chica, que soy un rufián pero no dejo de ser un
caballero.
Y ¡Gracias! Hay solo dos asientos libres, contiguos...
-¿Prefiere ventanilla?-
-No, tómela, adelante, prefiero el pasillo, es más sencillo estirar las piernas-
-Si, ya en la parada me di cuenta que no eres precisamente bajito-
-NI precisamente paciente. ¿Como ha tardado verdad?
-Supongo, como no llevo reloj ni me he dado cuenta. ¿Que hora es?-
-Las ocho veintisiete-
-Mire, si es tarde... por cierto, me llamo Paz-
- Mucho gusto, yo soy Justo-
(Claro, él idiota tenía que hacer verso sin esfuerzo, treinta años con
este nombre encima y sigo haciendolo)
-¡Ja! Y si se tardaba un poco más el bús, ¡Usted ya no sería Justo a tiempo!
Mira que es lindo reír sin prisa ya, y eso que hasta ahora solo llevo
siete minutos de Paz.