viernes, marzo 31, 2006

Manantial en la arena

Esta es mi respuesta a un mini meme que me contagió Pagana sobre lugares entrañables.


----------------------------------------------------------------

Cuando llegué, estaba lloviendo.

Y no dejo de llover por veintitrés días, a veces la lluvia era fuerte, continua, y limpiaba el aire que de noche se veía claro, transparentísimo, adornado por reflejos de la luz de los faroles en las gotas que caían como brillantinas fugaces tiradas al viento en un desfile de carnaval. Otra veces llovía lento y pesado, denso y triste, las más solo había una neblina constante y gotas insignificantes que no parecían siquiera caer

-Es una lluvia moja pendejos- Me dijo el primer amigo que hice.

Por eso lo primero que hice fue abandonar mis zapatos negros y brillantes y cambiaros por unas buenas botas con suelas que no se resbalaran en el lodo. Conseguí un buen impermeable –“Manga” le llaman aquí- y me acostumbre a sentir un poco de humedad todo el tiempo, un olorcillo característico en la ropa guardada, un florecer furioso de las plantas en cuanto el sol se dignaba a salir. Me acostumbré a sacudir fuerte los zapatos cuando llegaba a alguna casa y a identificar la llegada de visitas al escuchar pisadas ruidosas sacudiendose contra el tapete de entrada, a que el café en menos de cinco minutos esté empapando todo con su olor, y los abrigos goteen colgados de una viga. Con tanta agua afuera siempre se procuraba calor en todos los adentros posibles.

Yo venía de aprender el difícil arte de torear automóviles y dominar las rutas interconectadas que llevan de una sierra a otra cruzando, o no, un río de doscientos metros de ancho, me divertía calcular cuanta agua podria caberle, y perder la mirada en el extraño horizonte quebrado, allá donde nacía entre las montañas, o hacia el desierto donde iba a perderse. Un río sin agua.

En cambio acá había solo ríos discretos, sordos, pero llenos de esa agua que estaba en todas partes: en los cristales de mis lentes, en la punta de mi nariz, sobre la piel cuando pasa uno la palma de la mano por encima y en mi lengua, cada vez que abría mi boca mirando al cielo, bebiéndomelo por extensión, aunque en esa época no sabía que lo hacía, solo creía que atrapaba gotas de lluvia.

Lo maravilloso es que cuando dejó de llover, los pastizales se llenaron de luciérnagas y el cielo, al fin sin nubes, le correspondió.

Nunca entendí porque dicen que con la lluvia caen tristezas.

martes, marzo 07, 2006

Los butigares (juego de niños)

Sé de Sara lo que tú sabes, que es una enamorada de fábula, tan insoportable cuando anda de optimista como cuando le da el bajón y no deja de quejarse de todo el mundo. Tengo recuerdos vagos, como tu, de Sara enamorándose del chavo del auto rojo, del mesero del bar, del reportero de deportes, del bailarín contemporáneo, huy... el bailarín. ¿Recuerdas que todos decíamos "Wey, es joto!" y ella seguía enamorándose de saltos y pirouettes? Como si se llenara de vida con cada golpe de corazón, enamorándose del mundo más que de un personaje, así se enamoró mil veces de la luna y una sola del barrio de Santa María, pero por siempre, en eso coincidí con ella.

Tú decías que se enamoraba de si misma enamorada, yo, que simplemente se enamoraba por costumbre.

Hasta que apareció Felipe, desde lejos de Santa Maria y del otro lado del mundo para todo efecto, tu le conociste primero y dijiste que era un tipo raro, yo le conocí después.

Pensé que era un tipo raro.

Con sus palabras extrañas, sin cesar describiendo cosas indescriptibles hasta hacerlas entrañables, y su costumbre de prender los cigarrillos y fumarlos de costado, como malo de película de los cincuentas, su interminable botella de jugo de algo y su caminar acelerado, como si la calle se le fuera a acabar y quisiera acabársela el primero. Más enamorado del cielo que de las estrellas, más que las estrellas mismas, tan malo para bailar como bueno con un lápiz para retratar señoritas que fingen timidez en los bares del centro. “Solo puede hacerlo tan bien enamorándose de cada una de ellas”, dijiste fingiendo esa sabiduría que tanto te falta acerca de cualquier otro tema que no sea la noche y su criaturas inventadas por ti misma cada puesta de sol.

Así que Sara y Felipe terminaron enamorándose, como cualquiera con dos dedos de frente hubiera adivinado. Aunque ninguno de los dos lo sospechó, ni mucho menos sospechó lo que pasaría.

El mundo les quedó chico.

Una noche, cuando estaban sentados en al mesa de al lado en el bar, fumando con calma, escuchando la música de la calle y bebiendo a sorbitos la mirada compartida, Sara inventó una palabra, el la repitió y nació en la calle frente a nosotros un microbús.

-¡Mira!- Te dije- Tanto tiempo pensando que se llamaba de otro modo…
-¡Calla infame! ¡No vaya a ser que se les ocurra nombrar otras cosas y nos vengan a joder la noche y el diccionario!

Tenías razón, no dejaron de nombrar cosas hasta que se construyeron un mundo nuevo y más bonito que el que teníamos… aunque extraño los butigares y pasar la noche en el tafú contigo…

Lo bueno es que en su mundo dejaron un lugarcito para nosotros dos, y en el fondo valió la pena porque la gente ríe más… que es una ventaja sobre aquel otro mundo, del que hasta yo me estaba aburriendo.

Se de Sara lo que tu sabes, lo mismo que de Felipe ahora, se que terminaron inventando el mundo tan solo porque les dio por amarse.

jueves, marzo 02, 2006

Para todos

los que se quedaron con la duda, asi, ni más ni menos, es como se ve...

... una milanesa en dos panes.