Fragmento Tlacotalpan
La carretera ha sido recorrida ya en infinidad de ocasiones, con distintos destinos y objetivos. Ninguno de nosotros es ajeno a ella. Le conocemos con gusto de viajes anteriores. Con otras compañías y otros destinos.
Somos tres, tres tristes perros seríamos si no fuera porque ese mote solo se ha aplicado tradicionalmente a dos de nosotros. El tercero, cuya naturaleza canina no nos es revelada, o simplemente no existe, nos acompaña con las mismas previsibles dudas acerca de nuestro destino. Solo yo he estado ahí, y aún así lo conozco tan poco como si nunca hubiera pisado sus calles empedradas. De mi han salido innumerables descripciones acerca del colorido de sus casas, lo benigno del clima y lo impresionantemente inusual de su ambiente.
Y sin embargo viajamos a la expectativa. Con dos mapas, no uno, que ninguno comprende claramente (¿Como es posible que tres hombres adultos seamos tan inútiles?). Y la confianza de que el automóvil llegará, las cámaras funcionarán, el pueblo estará ahí, y nos regalará una historia que contar.
Durante más de seiscientos kilómetros no dejamos de sentirnos en casa, el semidesierto que domina el norte del país nos acompaña y reconforta. Básicamente es el mismo desierto que ya han fotografiado tantas veces mis dos compañeros. En el que he acampado tantas noches y sobre el que he querido escribir mil páginas diciendo siempre lo mismo. Es un paisaje que se antoja interminable, árido pero por conocido reconfortante. Cuando pasamos a las tierras solo ligeramente menos desérticas y menos planas de Querétaro comienzan nuestras dudas. “¿Daremos vuelta en San Juan del Río o antes? ¿Entraremos a la ciudad de México para perder tiempo y (Según mis paranoicos compañeros) arriesgarnos a un inminente asalto?”, La llamada telefónica que explica el camino a seguir nos indica que la mejor opción es darle la vuelta al monstruo de ciudad para proseguir a Puebla sin novedad.
Como siempre, queda claro que un barco no pude con más de un navegante y un piloto. Y el esfuerzo democrático que nos lleva a tomar todas las decisiones por unanimidad nos deja unánimemente perdidos. Con rumbo a una ciudad que no estaba en el itinerario original.
Llegaremos, si, pero no en la hora y media que engañosamente fue prometida por un federal de caminos (Que al alejarnos sin duda estalló en estertóreas carcajadas). Llegaremos.
Manejamos hasta que frente a nosotros se extiende, desconocida, la ciudad, de ella solo sabemos su tradición minera y la existencia de un equipo de football que recientemente aporreó a uno de los nuestros vergonzosamente en la final del campeonato, dato que afortunadamente nos deja fríos a los tres. La ciudad nos acoge con reservas, sin duda sabiendo que no queríamos llegar a ella, que no nos interesa su reloj monumental ni sus paseos turísticos (¿Los tendrá?). Pero llegamos tarde y cansados, y después de dar vueltas por el centro encontramos un hotel satisfactoriamente barato, con camas previsiblemente incómodas, un televisor atornillado a la mesa y agua fría en abundancia para limpiarnos del polvo y el cansancio de la carretera.
Aquí viene el primer shock cultural con mis compañeros de viaje. Fotógrafos, trabajadores del lente que ven en sus aparatitos un medio de vida y diversión. Al llegar al cuarto sacan a relucir las cámaras sin vergüenza. Fotos no enseñadas aún mutuamente, implementos para limpiar lentes y baterías que hay que sustituir y recargar. Alegremente se toman fotos, el uno al otro, a mí, a nuestros cansancios y ropa arrugada, al frío cuarto del hotel, y cumplen con el ritual de tomar una foto del uno tomándole una foto al otro. Cámara fotografiando cámara. Como juego de espejos sin fin que Borges nunca describió. A lo mejor por la expresa inutilidad de una foto tal, repetida incansablemente. Repitiendo incansablemente la foto del fotógrafo trabajando.
Yo pienso en sacar mi libreta de apuntes, pero mi asignado trabajo de narrador, a pesar de tener también elementos lúdicos, se presta menos a ese tipo de juegos. Me pregunto si de ir dos narradores haríamos apuntes para después describir al otro haciendo apuntes.
Como siempre que estoy de viaje. Soy el primero en despertar. A una hora indecente que de estar en casa me garantizaría llegar a tiempo a trabajar. Pero hoy no hay trabajo formal, solo camino frente a nosotros. Algo de frío y dos compañeros aún dormidos. Me baño y salgo a reconocer las calles del centro. En esencia iguales a las calles céntricas de muchas otras ciudades mexicanas. En realidad diferentísimas. Como siempre me viene a la mente la pregunta “¿Cómo será vivir aquí?”. Pronto llego a la conclusión, probablemente equivocada, probablemente no, de que sería aburridísimo.
A las siete de la mañana aún no hay vida en las calles. Estamos en pleno centro pero al parecer los desmañanados acuden a otros rumbos para calmar el hambre con tacos mañaneros y cura crudas o baja pedas. El periodiquero si está, como figura constante en cualquier ciudad. Compro el periódico local y después de caminar media hora (Llegando a conocer el famoso reloj monumental) vuelvo a la habitación donde mis compañeros apenas dan señales de vida. Me acompaño de unos misteriosos bocados típicos que resultan ser unas empanadas de hojaldre rellenas de pollo en salsa verde. Mole verde le llaman aquí, al igual que el adobo de los tacos nocturnos resultó ser realmente mole dulce, pequeñas confusiones culinarias que por suerte no hacen mucha mella en nuestros estómagos ni en nuestros ánimos.
La salida hacia la carretera se acompaña con una inutilísima discusión acerca de las bondades de las mujeres locales. Injustamente las clasificamos de chaparras y carentes de trasero. Probablemente las haya altísimas y exuberantes. Pero nuestra prisa por salir de ahí nos lleva a expresar todas las razones por las cuales la ciudad no merece nuestra estancia. Aunque estamos de acuerdo en que el equipo de football es bueno.
La carretera sigue siendo larga y el paisaje poco digno de fotografiarse o describirse. Nuestro objetivo es un pueblo lleno de color y música a la orilla de un enorme río. El altiplano desértico y aburridísimo nos tiene sin cuidado por el momento. Llegamos al fin a un pueblo que yo conozco. Desde ahí el volante es mío. Y me apresuro a señalar cada punto o señal en el camino que me trae algún recuerdo. Aquí se come bien, allá hace mucho frío a veces. En esta curva siempre se voltea algún trailer. Aquí comienza el bosque y nuestra bajada de la sierra hacia la ciudad que considero mi hogar. Una de tantas.
Inicia el reinado del verde, la omnipresencia de la humedad, y los caminos que de tanto ser recorridos son habituales más allá de las largas ausencias. El frío prometido no se deja ver por ningún lado, pero las conversaciones inútiles continúan, resultado de demasiadas horas de convivencia en un microcosmos cerrado del que solo escapamos esporádicamente para comprar agua u orinar en las gasolineras. Las calles para mi traen recuerdos de infancia, de comidas recordadísimas, de noches en vela y caminatas, sobretodo caminatas. Esta ciudad la he recorrido caminando de un extremo al otro. A veces sobrio, solo y aburrido y otras ebrio de alcohol y amistades. Alguna vez con una mujer amada, alguna vez con mi hijo. Muchas veces con mi padre y mis hermanos. Cuyas existencias aquí de todos modos me son ajenas a fuerza de kilómetros y años de vivir lejos.
La casa azul es la misma, la familiaridad de la recibida es reconfortante, los brazos abiertos y la oportunidad de presentarles a mis compañeros a mi familia extendida. A dos verdaderos exponentes del son jarocho, que nos ha hecho manejar 1300 kilómetros. Una de las cosas más maravillosas es poder hablar de nuestro trabajo como si fuera un juego, unas vacaciones. Un descubrimiento casual que nos llena de alegría.
Tacho es jarocho como pocos. El no se acercó al son por interés y gusto, el nació en el seno de una familia que vive el son como propio, y se dedicó a el con el amor de un oficio bien aprendido y ejecutado con gusto. Nos muestra una fotografía de su hijo recién nacido dentro del estuche de “La leona”, un estilo de tololoche, y para mis adentros pienso que será difícil superar eso. Que los que conocen y sienten el son tienen infinidad de herramientas para explicarlo y mostrarlo mejor que nosotros. En nuestras manos solo el tenemos gusto por la música, unas ganas inevitables de hacer esto, y una inocencia con respecto al tema que será nuestra única y exclusiva manera de explicar algo que apenas comprendemos. De jugar con los niños grandes. De contar una historia ajena.
Somos tres, tres tristes perros seríamos si no fuera porque ese mote solo se ha aplicado tradicionalmente a dos de nosotros. El tercero, cuya naturaleza canina no nos es revelada, o simplemente no existe, nos acompaña con las mismas previsibles dudas acerca de nuestro destino. Solo yo he estado ahí, y aún así lo conozco tan poco como si nunca hubiera pisado sus calles empedradas. De mi han salido innumerables descripciones acerca del colorido de sus casas, lo benigno del clima y lo impresionantemente inusual de su ambiente.
Y sin embargo viajamos a la expectativa. Con dos mapas, no uno, que ninguno comprende claramente (¿Como es posible que tres hombres adultos seamos tan inútiles?). Y la confianza de que el automóvil llegará, las cámaras funcionarán, el pueblo estará ahí, y nos regalará una historia que contar.
Durante más de seiscientos kilómetros no dejamos de sentirnos en casa, el semidesierto que domina el norte del país nos acompaña y reconforta. Básicamente es el mismo desierto que ya han fotografiado tantas veces mis dos compañeros. En el que he acampado tantas noches y sobre el que he querido escribir mil páginas diciendo siempre lo mismo. Es un paisaje que se antoja interminable, árido pero por conocido reconfortante. Cuando pasamos a las tierras solo ligeramente menos desérticas y menos planas de Querétaro comienzan nuestras dudas. “¿Daremos vuelta en San Juan del Río o antes? ¿Entraremos a la ciudad de México para perder tiempo y (Según mis paranoicos compañeros) arriesgarnos a un inminente asalto?”, La llamada telefónica que explica el camino a seguir nos indica que la mejor opción es darle la vuelta al monstruo de ciudad para proseguir a Puebla sin novedad.
Como siempre, queda claro que un barco no pude con más de un navegante y un piloto. Y el esfuerzo democrático que nos lleva a tomar todas las decisiones por unanimidad nos deja unánimemente perdidos. Con rumbo a una ciudad que no estaba en el itinerario original.
Llegaremos, si, pero no en la hora y media que engañosamente fue prometida por un federal de caminos (Que al alejarnos sin duda estalló en estertóreas carcajadas). Llegaremos.
Manejamos hasta que frente a nosotros se extiende, desconocida, la ciudad, de ella solo sabemos su tradición minera y la existencia de un equipo de football que recientemente aporreó a uno de los nuestros vergonzosamente en la final del campeonato, dato que afortunadamente nos deja fríos a los tres. La ciudad nos acoge con reservas, sin duda sabiendo que no queríamos llegar a ella, que no nos interesa su reloj monumental ni sus paseos turísticos (¿Los tendrá?). Pero llegamos tarde y cansados, y después de dar vueltas por el centro encontramos un hotel satisfactoriamente barato, con camas previsiblemente incómodas, un televisor atornillado a la mesa y agua fría en abundancia para limpiarnos del polvo y el cansancio de la carretera.
Aquí viene el primer shock cultural con mis compañeros de viaje. Fotógrafos, trabajadores del lente que ven en sus aparatitos un medio de vida y diversión. Al llegar al cuarto sacan a relucir las cámaras sin vergüenza. Fotos no enseñadas aún mutuamente, implementos para limpiar lentes y baterías que hay que sustituir y recargar. Alegremente se toman fotos, el uno al otro, a mí, a nuestros cansancios y ropa arrugada, al frío cuarto del hotel, y cumplen con el ritual de tomar una foto del uno tomándole una foto al otro. Cámara fotografiando cámara. Como juego de espejos sin fin que Borges nunca describió. A lo mejor por la expresa inutilidad de una foto tal, repetida incansablemente. Repitiendo incansablemente la foto del fotógrafo trabajando.
Yo pienso en sacar mi libreta de apuntes, pero mi asignado trabajo de narrador, a pesar de tener también elementos lúdicos, se presta menos a ese tipo de juegos. Me pregunto si de ir dos narradores haríamos apuntes para después describir al otro haciendo apuntes.
Como siempre que estoy de viaje. Soy el primero en despertar. A una hora indecente que de estar en casa me garantizaría llegar a tiempo a trabajar. Pero hoy no hay trabajo formal, solo camino frente a nosotros. Algo de frío y dos compañeros aún dormidos. Me baño y salgo a reconocer las calles del centro. En esencia iguales a las calles céntricas de muchas otras ciudades mexicanas. En realidad diferentísimas. Como siempre me viene a la mente la pregunta “¿Cómo será vivir aquí?”. Pronto llego a la conclusión, probablemente equivocada, probablemente no, de que sería aburridísimo.
A las siete de la mañana aún no hay vida en las calles. Estamos en pleno centro pero al parecer los desmañanados acuden a otros rumbos para calmar el hambre con tacos mañaneros y cura crudas o baja pedas. El periodiquero si está, como figura constante en cualquier ciudad. Compro el periódico local y después de caminar media hora (Llegando a conocer el famoso reloj monumental) vuelvo a la habitación donde mis compañeros apenas dan señales de vida. Me acompaño de unos misteriosos bocados típicos que resultan ser unas empanadas de hojaldre rellenas de pollo en salsa verde. Mole verde le llaman aquí, al igual que el adobo de los tacos nocturnos resultó ser realmente mole dulce, pequeñas confusiones culinarias que por suerte no hacen mucha mella en nuestros estómagos ni en nuestros ánimos.
La salida hacia la carretera se acompaña con una inutilísima discusión acerca de las bondades de las mujeres locales. Injustamente las clasificamos de chaparras y carentes de trasero. Probablemente las haya altísimas y exuberantes. Pero nuestra prisa por salir de ahí nos lleva a expresar todas las razones por las cuales la ciudad no merece nuestra estancia. Aunque estamos de acuerdo en que el equipo de football es bueno.
La carretera sigue siendo larga y el paisaje poco digno de fotografiarse o describirse. Nuestro objetivo es un pueblo lleno de color y música a la orilla de un enorme río. El altiplano desértico y aburridísimo nos tiene sin cuidado por el momento. Llegamos al fin a un pueblo que yo conozco. Desde ahí el volante es mío. Y me apresuro a señalar cada punto o señal en el camino que me trae algún recuerdo. Aquí se come bien, allá hace mucho frío a veces. En esta curva siempre se voltea algún trailer. Aquí comienza el bosque y nuestra bajada de la sierra hacia la ciudad que considero mi hogar. Una de tantas.
Inicia el reinado del verde, la omnipresencia de la humedad, y los caminos que de tanto ser recorridos son habituales más allá de las largas ausencias. El frío prometido no se deja ver por ningún lado, pero las conversaciones inútiles continúan, resultado de demasiadas horas de convivencia en un microcosmos cerrado del que solo escapamos esporádicamente para comprar agua u orinar en las gasolineras. Las calles para mi traen recuerdos de infancia, de comidas recordadísimas, de noches en vela y caminatas, sobretodo caminatas. Esta ciudad la he recorrido caminando de un extremo al otro. A veces sobrio, solo y aburrido y otras ebrio de alcohol y amistades. Alguna vez con una mujer amada, alguna vez con mi hijo. Muchas veces con mi padre y mis hermanos. Cuyas existencias aquí de todos modos me son ajenas a fuerza de kilómetros y años de vivir lejos.
La casa azul es la misma, la familiaridad de la recibida es reconfortante, los brazos abiertos y la oportunidad de presentarles a mis compañeros a mi familia extendida. A dos verdaderos exponentes del son jarocho, que nos ha hecho manejar 1300 kilómetros. Una de las cosas más maravillosas es poder hablar de nuestro trabajo como si fuera un juego, unas vacaciones. Un descubrimiento casual que nos llena de alegría.
Tacho es jarocho como pocos. El no se acercó al son por interés y gusto, el nació en el seno de una familia que vive el son como propio, y se dedicó a el con el amor de un oficio bien aprendido y ejecutado con gusto. Nos muestra una fotografía de su hijo recién nacido dentro del estuche de “La leona”, un estilo de tololoche, y para mis adentros pienso que será difícil superar eso. Que los que conocen y sienten el son tienen infinidad de herramientas para explicarlo y mostrarlo mejor que nosotros. En nuestras manos solo el tenemos gusto por la música, unas ganas inevitables de hacer esto, y una inocencia con respecto al tema que será nuestra única y exclusiva manera de explicar algo que apenas comprendemos. De jugar con los niños grandes. De contar una historia ajena.
1 Comentarios:
Al principio estaba perdida pero al poco tiempo me atrapaste, cosa que ni Gustave Flaubert, ni Julio Verne ni Aldous Huxley han logrado (aunque nada que ver unos con otros)... Lo que quiero decir es "excelente"...
P.D. Tengo mis dudas en cuanto a Huxley, ya que intenté leerlo cuando tenía 17 años... quizás ahora me atrape
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