viernes, noviembre 05, 2004

Mercado

El sitio es como cualquier parque, el día es como cualquier domingo, los únicos extraños somos yo y mi perra, que finalmente somos extraños en todos lados, del mismo modo que podemos ser habitantes de cualquier lugar. Lo cual es una gran ventaja, hay entre mis amigos quien no comprende la importancia de aparentar no ser nadie, ser parte de cualquier paisaje.

Hoy somos parte del mercado que se levanta los domingos aquí, es una mezcla de ruidos, olores y colores que invaden el aire y llenan los sentidos. Tenemos hambre y todas las delicias expuestas nos llaman la atención, acá sirven un caldo que se ve caliente y muy especiado, el color rojo intenso promete una experiencia de sabores fuertes y sudores inmediatos, más allá un puesto se anuncia con cráneos de vaca, al acercarme me doy cuenta que recién los acaban de sacar de grandes peroles y despojarlos de su carne, más allá en una olla enorme hierve un cocimiento olorosísimo que remueven periódicamente con una especie de remo. De un barril un vendedor saca una bebida fría que se adivina ligeramente fermentada a la que se añade sal y otros condimentos antes de que el cliente la disfrute con un popote. Más allá un trío de mujeres se atarea sin parar friendo masa en aceite y escarchándola de azúcar y canela para deleite de los niños.

Pero no todo es comida, también se ofertan utensilios de cocina, herramientas de trabajo, ropa en montones en los que la gente rebusca algo que le guste y sea del tamaño adecuado, pantalones de trabajo en un gran montón, y en otro los pantalones “pa’ salir” ¿Para salir de donde? ¿Para salir adonde? Y por todos lados el mismo grito “¡Lo que le guste, mírelo sin compromiso, pruébeselo!”. Los clientes en potencia se arremolinan y buscan y compran y se saludan, después muestran orgullosos su compra a sus acompañantes y presumen el buen precio obtenido. O el joven le cuelga una joya de fantasía a su novia que sonríe como si fuera un finísimo diamante y se siente querida y halagada. ¡Y mira que las chicas son lindas! grandes, fuertes, las que en otro ambiente se sentirían relegadas por sus formas, un poco excesivas para los parámetros que nos imponen los medios de comunicación. Ellas, aquí, exhiben sus curvas, se ven y se sienten muy mujeres, muy dueñas de si y orgullosas de mostrarse, y de que las miren. También para esto sirve el mercado. Se arremolinan en grupitos y miran a los muchachos que forman otros grupos, y los muchachos las miran a ellas, como evitarlo si ambos grupos están en plena exhibición, acá miradas coquetas y andares oscilantes, allá caras de perdonavidas y músculos de hombre que ya es hombre y trabaja.

Y en tres de las cuatro esquinas una iglesia, ¿Porque tantas?, al parecer son tres religiones diferentes en esta comunidad, adentro de una los adultos cantan y por las ventanas de otra veo niños que juegan, en la tercera hay silencio absoluto y atención a las palabras del padre. Tres formas de alabar al mismo Dios. Afuera de una hay hombres de negro traje y mala cara que no participan del servicio dominical sino permanecen alertas a los que pasan por la calle. ¿Cuidando que o a quien?

Y después de acabadas las tres ceremonias los participantes salen y se mezclan en la plaza, se disuelven las diferencias ideológicas y escuchan la misma música y comen la misma comida. Son la misma gente, pertenecen a la misma raza alta y morena, se ríen del mismo modo libre y sonoro, de los mismos chistes. Algunos hombres salen de la iglesia e inmediatamente se ponen el sombrero, el sombrero del domingo.

Más allá, en la esquina libre de locales religiosos, un grupo de muchachos que no participó de ningún ritual eclesiástico se dedica a otro rito antiquísimo, el de hacer música, con instrumentos rudimentarios y muy gastados producen una melodía repetitiva y pegajosa, uno canta en falsete y otro se anima a pasar a bailar, primero un chico, luego dos, luego un chico y una chica, ella se contonea al ritmo de la música e inmediatamente le inyecta nuevas energías a los músicos que parecen disfrutar ahora más su función. Más muchachas se animan y ahora baila un grupo de chicas ante los ojos atentísimos de músicos y bailadores en potencia. El mensaje es clarísimo, ellas bailan para ellos, pero a su vez ellos deberán tocar para ellas, o demostrar que pueden bailar también, ahora es un joven el que se lanza al centro del circulo y se mueve con buen ritmo y habilidad, desafiando a cualquiera a que haga lo propio, y lo haga mejor que el, claro que pronto hay otro que se anima y toma su lugar para lucirse el también, acaparando las miradas de las jovencitas.

El espectáculo es interesantísimo, y como desde el principio nosotros seguimos siendo espectadores invisibles, al menos yo, porque mi acompañante canina, acostumbrada a la paciencia y calma, recibe gustosa la atención de los niños que se acercan y me preguntan ¿Puedo tocarlo? ¿Cómo se llama? ¿Muerde? Todos toman turnos para acariciarla y ella se deja querer son rechistar, disfrutando ser el centro de atención por un momento. Mi compañera de viajes y soledades no puede negar que le gusta la gente y en particular los niños y sus juegos, también le gustaría correr libre un rato, pero prefiero esperar a que estemos en un prado para soltar su correa y que ella se dedique a sus juegos y yo a mi lectura hasta que se canse y venga a sentarse a mis pies. Aquí hay demasiada gente y demasiado ruido.

Compro finalmente algo de comida. En el local de las calaveras vacunas, una sonrisa a la señora que atiende y la mirada atentísima de mi perrita nos consiguen también un hueso. Lo toma con cuidado entre sus dientes y va con el muy contenta, meneando la cola orgullosa de mostrarle a todos su premio por ser buena perra.

Deshacemos el camino, volvemos sobre nuestros pasos a la tranquilidad del hogar, dejando atrás el delicioso espectáculo que se forma cada siete días a cuatro cuadras de mi casa, las ofertas y galanteos, las costumbres, la música y los colores de mi gente.

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