Los Toros
Otro extracto de la narración del Tlacotour.
Los Toros
Desde antes del viaje sabíamos que habría toros. Pero nunca había sido de nuestro particular interés documentar el evento. Nuestro objetivo era, y es, el Son jarocho, el encuentro de jaraneros, encuentro de nosotros con ellos. Con esa mirada al sotavento que le da nombre a nuestro proyecto, con el fandango.
El mismo fandango que nos tuvo despiertos hasta las 8 de la mañana nos dejó abotagados, borrachos de música e imágenes que no esperábamos obtener ya desde nuestra primera noche. El sol inesperado nos despertó alrededor de mediodía y nos obligó a dejar el incomodo refugio de la camioneta que había servido como posada al no encontrar alojamiento la noche anterior. Por las calles se veía una extraña actividad, todos se dirigían al centro, a las calles que dan al margen del río, todos vestidos con camiseta o camisa roja. Algunas sencillas, otras alusivas al evento. Variando desde mostrar tan solo la solitaria figura de un orgulloso toro de lidia visto de perfil, hasta las que presentaban una caricatura grotesca de un toro tomando cerveza y diciendo “Ahora si me voy a chingar a estos cabrones”.
Ya estando despiertos no hubo más remedio que seguir la corriente, Gabriel, un poco más animado que yo, se cambió la camiseta por una de color rojo. Yo no solo no tenía ninguna sino que además no pensé en ningún momento en participar. Unos animales iban a ser maltratados, mi conciencia no me lo permite.
Al pasar frente a la Posada Doña Lala nos llamaron a gritos, Héctor y Jacko estaban tomando un café y platicando con otro equipo de documentalistas, los BOONKER. “Nos van a dar permiso de subirnos a la azotea a grabar”- comenta Jacko – “Pero solo puede subir uno”. La decisión fue sencillísima, Jacko subiría a grabar con la cámara más chida, la XL-1. Mientras nosotros, al no poder gozar de tal privilegio, nos quedamos en el restaurante del hotel tomando café que yo decidí acompañar con una botella de agua, pepto bismol y sal de uvas.
Desde fuera nos llega el estruendo del Tlacotalpan que no queremos ver, el de la feria ensordecedora. La música comercial a todo volumen y la gente atestando las calles a más no poder. Los negocios y casas céntricos protegen sus fachadas con viguetas de madera o trozos de bambú, lo cual también provee algo de refugio a los transeúntes que quieren permanecer en territorio seguro. Pero nadie quiere realmente hacerlo. Todos están en la calle, bailando, riendo, luciéndose, bebiendo, sobretodo bebiendo, no hay nadie que no lo haga. Y muy pocos lo hacen con mesura, frente a nosotros pasa una camioneta con unas siete muchachas en la caja, mientras nos sonríen y hacen bromas entre ellas una simplemente voltea y vomita en el piso. Tomo la firme decisión de no beber alcohol este día.
Nuestra mesa es el lugar más seguro, el café no es malo, los precios son altísimos para estándares Tlacotalpeños, aunque muy razonable para nuestros ojos regiomontanos, el calor no es tan agobiante. Hay muchachas guapísimas en las mesas de alrededor. No hay una sola razón para salir a las calles. Al poco tiempo llega a nuestra mesa Ana la documentalista alemana, su equipo es ella sola con su cámara de video y un par de niños locales que pasean con ella, tal vez como guías. Viene con ella una mujer de rasgos orientales que resulta ser de Hong Kong y tiene unos dientes horribles de los cuales solo me puede distraer su pronunciación en Inglés que es un poco peor que la mía. No logro comunicarme con ella de ninguna manera y trato de charlar con Ana. Está emocionadísima por haber filmado imágenes de los toros cruzando el enorme Papaloapan a nado, azuzados para llegar a este lado y comenzar su tortura a manos de los locales, y visitantes que vienen solamente este día, el día de los toros.
El ambiente en la calle cada vez está más cargado de energía, Ana tampoco quiere salir, y en contra de mi consejo pide permiso para subir a la azotea, el cual le es negado bruscamente por la dueña. Ahora sus niños-guía no sirven de mucho, y solo una muy mexicana aplicación de “disculpe” y “no se me enoje porfavorcito” de mi parte logran sacarle una sonrisa a la señora que momentos antes casi nos corre hasta del restaurante. Volvemos a la mesa en donde Ana me pregunta sobre otras cosas que quiere documentar. Me pide que le diga como llegar a una ceremonia de peyote Huichol y le explico que no es algo como para simplemente aparecerse y decir “Hola, voy a filmarlos en uno de sus rituales más importantes”. No comprende muy bien el concepto lo cual me enoja y me hace desear que siempre si nos hubieran corrido.
Salgo a la calle, quiero averiguar de que se trata toda la energía que se siente en el ambiente, y alejarme de la alemana al mismo tiempo. Sin darme cuenta avanzo hacia donde están los toros y al dar la vuelta a la izquierda me topo con el espectáculo, entre el toro y yo hay unas cincuenta personas y no puedo ver nada, de repente retroceden al mismo tiempo gritando histéricos, es difícil, es imposible resistirse a la inercia de la masa en movimiento. Pero el toro nunca viene. Es como el cuento del lobo, se avisa y se vuelve a avisar, pero nunca es verdad, y cuando finalmente viene, pasa a dos metros de mí, desde mis espaldas escucho sus pisadas y apenas alcanzo a voltear, no siquiera correr, cuando lo veo pasar por un espacio misteriosamente vacío, hay gente rodando por el piso pero es a causa de los empujones, no del toro. Me alejo de prisa sin perder de vista a los ahora dos toros de la calle, y vuelvo a la tranquilidad y calma del restaurante.
“Saben que, acabo de estar ahí, con los toros, y ahí es donde debemos ir...” me sorprendo a mí mismo con estas palabras, me sorprenden más mis compañeros, en instantes Héctor se arma con una mini cámara de video, y Gabriel y yo con sendas cámaras de 35 milímetros.
Salimos del cerco de protección y nos acercamos al tumulto. La gente que atiborra las calles está en un estado de expectativa constante, atenta al grito de “¡El toro, el toro!” Que hace que todos corran en diferentes direcciones. El toro por supuesto nunca aparece, nos adentramos cada vez más entre la gente, rodeando a los caballos que supuestamente están ahí para controlar al toro. Hay vaqueros de todo tipo: Con atuendo norteño, jarocho, policías, todos orgullosos encima de su caballo y con la seguridad que da estar un metro veinte por encima de la multitud y el peligro, pienso para mí que en cierto momento uno de esos caballos puede ser tan peligroso como el toro. Con tanta gente alrededor da lo mismo ser embestido por ochocientos kilos de cualquier animal. El lugar más despejado esta frente a mí, cerca del toro, mi recién adquirida admiración por Riszard Kapuscinski me lleva a pensar “Ahí hay que estar, eso es lo que hay que sentir” y a empujones me abro paso, nadie reclama por ser empujado, muy al contrario, surge la expectativa de ver quien es ese otro que se avienta al circulo, y mi corpulencia ayuda, probablemente se decepcionan al ver que solo voy a tomar fotos. Que es lo que debería de hacer en este preciso instante, pero el espectáculo es más impresionante de lo esperado. Confronto por fin a las verdaderas bestias, diez o doce hombres en estado de salvaje euforia que retan al toro, le gritan, le avientan vasos y botellas, lo azuzan con pañuelos, le tiran de la cola, uno se descuelga del circulo y por un costado monta al animal que apenas responde con un par de cabezazos sin mucha convicción. Es un cebú que fácilmente rebasa los mil doscientos kilos, pero está cansado y asustado, alguien dijo que este año los toros serían mansos para que no hubiera muertos como en años pasados. Sin duda este toro en particular podría matar a uno o dos, tal vez cinco de los que ahora lo rodean, pero somos demasiados y no tiene un punto fijo hacia donde embestir, no es un toro de lidia que confíe ciegamente en su cornamenta. Es un animal cansado y desesperado.
Finalmente reacciono y comienzo a tomar fotos, hay material de sobra, los cuerpos que brincan atrás y adelante tratando de provocar una reacción en el toro, los gestos desencajados de furia y miedo de los que forman un circulo alrededor de el, la expectativa hacia la posible carrera del toro, que puede iniciar en cualquier momento. El toro solo se mueve atrás y adelante un par de metros, en ese ir y venir aprovecha para embestir sin realmente mucha intención a los que están justo enfrente. A alguno le toca un cabezazo leve, sin duda doloroso por la fuerza del animal, pero nunca llega a mayores y solo produce una carcajada general. Se acaba el rollo, solo raigo rollos de 24 exposiciones en color, asa 400 porque la mayoría de las fotos las tomé de noche y con poca luz. Repito el ritual de tomar un rollo de la bolsa exterior de la mochila mientras el otro se devuelve automáticamente, sacar el rollo viejo, meterlo en el tubo del nuevo, aventarlo en la bolsa interior y colocar el rollo fresco en la cámara mientras crece el tumulto y otro toro pasa corriendo a mis espaldas, anticipado por la estampida de la gente, y seguido de dos vaqueros a caballo. Creo que de cualquier manera no es tan buena idea cambiar rollos en medio de todo esto.
Volteo y no encuentro a nadie. Me rodean cientos de hombres y mujeres, pero el sentimiento de pertenencia al grupo que hace que uno se sienta menos solo, más protegido, ese no existe pues mi pequeño grupo se ha deshecho, Gabriel y Héctor no están a la vista, Jacobo de seguro esta en alguna de esas azoteas. Estoy solo en medio de mar de gente.
Los vaqueros tienen una razón para estar ahí. Son los encargados de llevar al toro a un ruedo. Pero la gente no los deja, cuando lo intentan lazar y fallan se burlan de ellos y cuando lo logran los mismos castigadores se encargan de liberar al animal de nuevo. Quieren seguir castigándolo. Los toros solo quieren descansar, algunos ya se han echado al piso sin esperanzas esperando tal vez que todo pase o sencillamente que les llegue la muerte mientras siguen montándolos e incitándolos a que se levanten. En grupo los hombres podemos ser un peligro terrible.
El pueblo se ha redimensionado totalmente. En circunstancias normales, incluso los demás días de la feria, circular de un extremo a otro es de lo más sencillo, nunca teniendo que caminar más de diez cuadras para llegar a cualquier lado, nunca tardando más de quince minutos. Hoy es imposible caminar una cuadra en menos de ese tiempo. En parte por las protecciones que están colocadas cubriendo las aceras, y en parte por la cantidad increíble de gente que esta circulando, algunos aburridos se dirigen hacia fuera, pero una nueva remesa se acerca ansiosa por ver el espectáculo o participar en el. Moverse es tan difícil, el ruido tanto. Me doy cuenta que lo más importante para evitar ser embestido por el toro o la gente es siempre mirar hacia donde está el toro, incluso cuando se repliega la multitud frente a sus cada vez menos frecuentes desplazamientos.
El tiempo corre de una manera poco usual, súbitamente el cansancio acumulado me viene encima, la rabia se transmite, la desesperación del toro. Y literalmente emprendo la huida a través de la multitud, son las 2:30. El trato es vernos a un lado de la Iglesia de San Miguel a las tres si nos llegamos a separar. Encontrarse de pronto con las calles solitarias que se encuentran fuera de la zona céntrica produce un mareo similar al que se siente recién bajado de un barco después de una travesía larga. Súbitamente el espacio es demasiado abierto, aunque se respira mejor. Me doy cuenta que tengo una sed terrible de la que doy cuenta con dos litros casi de jugo de piña friísimo y dulcísimo. Me encuentro a Jacko y nos tumbamos a la sombra en una de las tantas fachadas con arcos que tan astutamente fueron colocadas para que siempre corra una brisa refrescante en ellas. Poco después estamos en San Miguelito donde Héctor y Gabriel ya se encuentran igualmente tumbados a la sombra de la iglesia. Nos unimos a ellos mientras todos nos contamos nuestras historias, mi historia de la histeria vivida frente al toro, la de Jacko de las oleadas de gente moviéndose al unísono vistas desde arriba, la de Héctor y Gabriel que siguieron a un toro con la pata rota al que finalmente los organizadores decidieron ahogar en el río. Estamos excitadísimos, nos asombran todas y cada una de las perspectivas ajenas. Y poco a poco nos vamos quedando dormidos a la sombra de la iglesia, con las cámaras y mochilas como almohada, aprovechando las pocas horas que tenemos disponibles antes de que todo comience de nuevo.
Los Toros
Desde antes del viaje sabíamos que habría toros. Pero nunca había sido de nuestro particular interés documentar el evento. Nuestro objetivo era, y es, el Son jarocho, el encuentro de jaraneros, encuentro de nosotros con ellos. Con esa mirada al sotavento que le da nombre a nuestro proyecto, con el fandango.
El mismo fandango que nos tuvo despiertos hasta las 8 de la mañana nos dejó abotagados, borrachos de música e imágenes que no esperábamos obtener ya desde nuestra primera noche. El sol inesperado nos despertó alrededor de mediodía y nos obligó a dejar el incomodo refugio de la camioneta que había servido como posada al no encontrar alojamiento la noche anterior. Por las calles se veía una extraña actividad, todos se dirigían al centro, a las calles que dan al margen del río, todos vestidos con camiseta o camisa roja. Algunas sencillas, otras alusivas al evento. Variando desde mostrar tan solo la solitaria figura de un orgulloso toro de lidia visto de perfil, hasta las que presentaban una caricatura grotesca de un toro tomando cerveza y diciendo “Ahora si me voy a chingar a estos cabrones”.
Ya estando despiertos no hubo más remedio que seguir la corriente, Gabriel, un poco más animado que yo, se cambió la camiseta por una de color rojo. Yo no solo no tenía ninguna sino que además no pensé en ningún momento en participar. Unos animales iban a ser maltratados, mi conciencia no me lo permite.
Al pasar frente a la Posada Doña Lala nos llamaron a gritos, Héctor y Jacko estaban tomando un café y platicando con otro equipo de documentalistas, los BOONKER. “Nos van a dar permiso de subirnos a la azotea a grabar”- comenta Jacko – “Pero solo puede subir uno”. La decisión fue sencillísima, Jacko subiría a grabar con la cámara más chida, la XL-1. Mientras nosotros, al no poder gozar de tal privilegio, nos quedamos en el restaurante del hotel tomando café que yo decidí acompañar con una botella de agua, pepto bismol y sal de uvas.
Desde fuera nos llega el estruendo del Tlacotalpan que no queremos ver, el de la feria ensordecedora. La música comercial a todo volumen y la gente atestando las calles a más no poder. Los negocios y casas céntricos protegen sus fachadas con viguetas de madera o trozos de bambú, lo cual también provee algo de refugio a los transeúntes que quieren permanecer en territorio seguro. Pero nadie quiere realmente hacerlo. Todos están en la calle, bailando, riendo, luciéndose, bebiendo, sobretodo bebiendo, no hay nadie que no lo haga. Y muy pocos lo hacen con mesura, frente a nosotros pasa una camioneta con unas siete muchachas en la caja, mientras nos sonríen y hacen bromas entre ellas una simplemente voltea y vomita en el piso. Tomo la firme decisión de no beber alcohol este día.
Nuestra mesa es el lugar más seguro, el café no es malo, los precios son altísimos para estándares Tlacotalpeños, aunque muy razonable para nuestros ojos regiomontanos, el calor no es tan agobiante. Hay muchachas guapísimas en las mesas de alrededor. No hay una sola razón para salir a las calles. Al poco tiempo llega a nuestra mesa Ana la documentalista alemana, su equipo es ella sola con su cámara de video y un par de niños locales que pasean con ella, tal vez como guías. Viene con ella una mujer de rasgos orientales que resulta ser de Hong Kong y tiene unos dientes horribles de los cuales solo me puede distraer su pronunciación en Inglés que es un poco peor que la mía. No logro comunicarme con ella de ninguna manera y trato de charlar con Ana. Está emocionadísima por haber filmado imágenes de los toros cruzando el enorme Papaloapan a nado, azuzados para llegar a este lado y comenzar su tortura a manos de los locales, y visitantes que vienen solamente este día, el día de los toros.
El ambiente en la calle cada vez está más cargado de energía, Ana tampoco quiere salir, y en contra de mi consejo pide permiso para subir a la azotea, el cual le es negado bruscamente por la dueña. Ahora sus niños-guía no sirven de mucho, y solo una muy mexicana aplicación de “disculpe” y “no se me enoje porfavorcito” de mi parte logran sacarle una sonrisa a la señora que momentos antes casi nos corre hasta del restaurante. Volvemos a la mesa en donde Ana me pregunta sobre otras cosas que quiere documentar. Me pide que le diga como llegar a una ceremonia de peyote Huichol y le explico que no es algo como para simplemente aparecerse y decir “Hola, voy a filmarlos en uno de sus rituales más importantes”. No comprende muy bien el concepto lo cual me enoja y me hace desear que siempre si nos hubieran corrido.
Salgo a la calle, quiero averiguar de que se trata toda la energía que se siente en el ambiente, y alejarme de la alemana al mismo tiempo. Sin darme cuenta avanzo hacia donde están los toros y al dar la vuelta a la izquierda me topo con el espectáculo, entre el toro y yo hay unas cincuenta personas y no puedo ver nada, de repente retroceden al mismo tiempo gritando histéricos, es difícil, es imposible resistirse a la inercia de la masa en movimiento. Pero el toro nunca viene. Es como el cuento del lobo, se avisa y se vuelve a avisar, pero nunca es verdad, y cuando finalmente viene, pasa a dos metros de mí, desde mis espaldas escucho sus pisadas y apenas alcanzo a voltear, no siquiera correr, cuando lo veo pasar por un espacio misteriosamente vacío, hay gente rodando por el piso pero es a causa de los empujones, no del toro. Me alejo de prisa sin perder de vista a los ahora dos toros de la calle, y vuelvo a la tranquilidad y calma del restaurante.
“Saben que, acabo de estar ahí, con los toros, y ahí es donde debemos ir...” me sorprendo a mí mismo con estas palabras, me sorprenden más mis compañeros, en instantes Héctor se arma con una mini cámara de video, y Gabriel y yo con sendas cámaras de 35 milímetros.
Salimos del cerco de protección y nos acercamos al tumulto. La gente que atiborra las calles está en un estado de expectativa constante, atenta al grito de “¡El toro, el toro!” Que hace que todos corran en diferentes direcciones. El toro por supuesto nunca aparece, nos adentramos cada vez más entre la gente, rodeando a los caballos que supuestamente están ahí para controlar al toro. Hay vaqueros de todo tipo: Con atuendo norteño, jarocho, policías, todos orgullosos encima de su caballo y con la seguridad que da estar un metro veinte por encima de la multitud y el peligro, pienso para mí que en cierto momento uno de esos caballos puede ser tan peligroso como el toro. Con tanta gente alrededor da lo mismo ser embestido por ochocientos kilos de cualquier animal. El lugar más despejado esta frente a mí, cerca del toro, mi recién adquirida admiración por Riszard Kapuscinski me lleva a pensar “Ahí hay que estar, eso es lo que hay que sentir” y a empujones me abro paso, nadie reclama por ser empujado, muy al contrario, surge la expectativa de ver quien es ese otro que se avienta al circulo, y mi corpulencia ayuda, probablemente se decepcionan al ver que solo voy a tomar fotos. Que es lo que debería de hacer en este preciso instante, pero el espectáculo es más impresionante de lo esperado. Confronto por fin a las verdaderas bestias, diez o doce hombres en estado de salvaje euforia que retan al toro, le gritan, le avientan vasos y botellas, lo azuzan con pañuelos, le tiran de la cola, uno se descuelga del circulo y por un costado monta al animal que apenas responde con un par de cabezazos sin mucha convicción. Es un cebú que fácilmente rebasa los mil doscientos kilos, pero está cansado y asustado, alguien dijo que este año los toros serían mansos para que no hubiera muertos como en años pasados. Sin duda este toro en particular podría matar a uno o dos, tal vez cinco de los que ahora lo rodean, pero somos demasiados y no tiene un punto fijo hacia donde embestir, no es un toro de lidia que confíe ciegamente en su cornamenta. Es un animal cansado y desesperado.
Finalmente reacciono y comienzo a tomar fotos, hay material de sobra, los cuerpos que brincan atrás y adelante tratando de provocar una reacción en el toro, los gestos desencajados de furia y miedo de los que forman un circulo alrededor de el, la expectativa hacia la posible carrera del toro, que puede iniciar en cualquier momento. El toro solo se mueve atrás y adelante un par de metros, en ese ir y venir aprovecha para embestir sin realmente mucha intención a los que están justo enfrente. A alguno le toca un cabezazo leve, sin duda doloroso por la fuerza del animal, pero nunca llega a mayores y solo produce una carcajada general. Se acaba el rollo, solo raigo rollos de 24 exposiciones en color, asa 400 porque la mayoría de las fotos las tomé de noche y con poca luz. Repito el ritual de tomar un rollo de la bolsa exterior de la mochila mientras el otro se devuelve automáticamente, sacar el rollo viejo, meterlo en el tubo del nuevo, aventarlo en la bolsa interior y colocar el rollo fresco en la cámara mientras crece el tumulto y otro toro pasa corriendo a mis espaldas, anticipado por la estampida de la gente, y seguido de dos vaqueros a caballo. Creo que de cualquier manera no es tan buena idea cambiar rollos en medio de todo esto.
Volteo y no encuentro a nadie. Me rodean cientos de hombres y mujeres, pero el sentimiento de pertenencia al grupo que hace que uno se sienta menos solo, más protegido, ese no existe pues mi pequeño grupo se ha deshecho, Gabriel y Héctor no están a la vista, Jacobo de seguro esta en alguna de esas azoteas. Estoy solo en medio de mar de gente.
Los vaqueros tienen una razón para estar ahí. Son los encargados de llevar al toro a un ruedo. Pero la gente no los deja, cuando lo intentan lazar y fallan se burlan de ellos y cuando lo logran los mismos castigadores se encargan de liberar al animal de nuevo. Quieren seguir castigándolo. Los toros solo quieren descansar, algunos ya se han echado al piso sin esperanzas esperando tal vez que todo pase o sencillamente que les llegue la muerte mientras siguen montándolos e incitándolos a que se levanten. En grupo los hombres podemos ser un peligro terrible.
El pueblo se ha redimensionado totalmente. En circunstancias normales, incluso los demás días de la feria, circular de un extremo a otro es de lo más sencillo, nunca teniendo que caminar más de diez cuadras para llegar a cualquier lado, nunca tardando más de quince minutos. Hoy es imposible caminar una cuadra en menos de ese tiempo. En parte por las protecciones que están colocadas cubriendo las aceras, y en parte por la cantidad increíble de gente que esta circulando, algunos aburridos se dirigen hacia fuera, pero una nueva remesa se acerca ansiosa por ver el espectáculo o participar en el. Moverse es tan difícil, el ruido tanto. Me doy cuenta que lo más importante para evitar ser embestido por el toro o la gente es siempre mirar hacia donde está el toro, incluso cuando se repliega la multitud frente a sus cada vez menos frecuentes desplazamientos.
El tiempo corre de una manera poco usual, súbitamente el cansancio acumulado me viene encima, la rabia se transmite, la desesperación del toro. Y literalmente emprendo la huida a través de la multitud, son las 2:30. El trato es vernos a un lado de la Iglesia de San Miguel a las tres si nos llegamos a separar. Encontrarse de pronto con las calles solitarias que se encuentran fuera de la zona céntrica produce un mareo similar al que se siente recién bajado de un barco después de una travesía larga. Súbitamente el espacio es demasiado abierto, aunque se respira mejor. Me doy cuenta que tengo una sed terrible de la que doy cuenta con dos litros casi de jugo de piña friísimo y dulcísimo. Me encuentro a Jacko y nos tumbamos a la sombra en una de las tantas fachadas con arcos que tan astutamente fueron colocadas para que siempre corra una brisa refrescante en ellas. Poco después estamos en San Miguelito donde Héctor y Gabriel ya se encuentran igualmente tumbados a la sombra de la iglesia. Nos unimos a ellos mientras todos nos contamos nuestras historias, mi historia de la histeria vivida frente al toro, la de Jacko de las oleadas de gente moviéndose al unísono vistas desde arriba, la de Héctor y Gabriel que siguieron a un toro con la pata rota al que finalmente los organizadores decidieron ahogar en el río. Estamos excitadísimos, nos asombran todas y cada una de las perspectivas ajenas. Y poco a poco nos vamos quedando dormidos a la sombra de la iglesia, con las cámaras y mochilas como almohada, aprovechando las pocas horas que tenemos disponibles antes de que todo comience de nuevo.
1 Comentarios:
Carlos, no creo que hayas notado que esto sucedió en febrero del 2003, fue mi primera intervencion en la candelaria. Tengo evidencia fotografica y en video que demuestran como se ahogo a un toro que habia sufrido una fractura en una pata. soy un periodista serio y un documentalista entusiasmado por mi trabajo, si te interesa contactame por correo y te muestro la evidencia.
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