Mi enfermedad
Mi enfermedad, la que me va a matar, se llama añoranza, y se manifiesta con dos síntomas, el primero es el del viajero: Cada vez que paso siquiera por una ciudad y espío sus calles y las caras que las pueblan, me da unas ganas tremendas de hacer de esa mi ciudad, y de esas calles nuevas mis calles, de desenvolverme con gusto por ella como si toda mi vida hubiera transcurrido ahí, y que los niños me saluden al pasar y en los cafés sepan mi nombre. El problema más grave es que me sucede con casi todas las ciudades que conozco, e incluso con las que no conozco y simplemente leo, o veo, o atisbo en el horizonte.
El otro síntoma es producto de mis vicios, del peor de ellos, el único que realmente nunca he dejado y empeora cada vez más. Es la certeza de que la vida vale la pena remando un bote ballenero, o jugando espadas hombro con hombro de Don Francisco de Quevedo, o reporteando el frente de Ghana, que nunca dejaré de tener los veinticinco años de Arturo Belano cuando buscó y encontró a Cesarea Tinajero, que el exilio le sienta bién a mis letras aunque muera de hambre. De que las historias que se cuentan y se leen y se escuchan son más reales de lo que parecen, o menos de lo que deberían.
El otro síntoma es producto de mis vicios, del peor de ellos, el único que realmente nunca he dejado y empeora cada vez más. Es la certeza de que la vida vale la pena remando un bote ballenero, o jugando espadas hombro con hombro de Don Francisco de Quevedo, o reporteando el frente de Ghana, que nunca dejaré de tener los veinticinco años de Arturo Belano cuando buscó y encontró a Cesarea Tinajero, que el exilio le sienta bién a mis letras aunque muera de hambre. De que las historias que se cuentan y se leen y se escuchan son más reales de lo que parecen, o menos de lo que deberían.
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