Soledad
Pasan cosas extrañas en esta vida...
Una de ellas es que yo nunca me haya enamorado de Soledad...
Sobretodo porque en esa época me enamoraba de cualquier mujer que estuviera aunque lejanamente relacionada con el periodismo. Ya desde niño el olor del papel entintado y el ruido de las imprentas me despertaba de madrugada para ver el complicado ballet, el caos organizado que hacían frente a mi casa los repartidores de periódico.
Inevitablemente, recién graduado entré a trabajar a preprensa, el peor trabajo, el del que nunca sale de la oficina, el que nunca verá su nombre impreso.
Y Soledad era la única mujer fotógrafa, unos años mayor que yo, hermosísima y con un don de gente que rápidamente puso a todo el periódico a sus pies. No me enamoré de ella porque nuestro trabajo nos acercaba más en el plan de cómplices. Sus fotos eran buenas pero yo las hacía aún mejores. Ella se llevaba el crédito pero a mi me llenaba de orgullo el saber que todas sus primeras planas eran mías también.
Pasamos cientos de noches frente a mi computadora, yo tomando taza tras taza de café negro mientras ella apenas y tocaba su té exótico en turno (Manzana canela, fruta de la pasión, hojas de naranjo, cosas así...).
Y durante el día cada quién tomaba su camino.
Yo seguía frente a mi computadora, y ella deambulaba por toda la redacción con su cabello negro siempre recogido con una cinta roja. Conquistando el mundo entero con su sonrisa al igual que me conquistaba con sus fotografías.
Se enamoraba con una pasión solo comparable a la que se imprimía en sus imágenes diarias, sin importar que fuera el retrato de un jefe de estado o la dura imagen de un accidente ferroviario. La misma gracia le hacía reírse bajo la mortecina luz de las lámparas de redacción, de cualquier cosa, de mis ojeras de mapache, de mi falta de gracia para bailar (Claro que bailábamos de madrugada), de su piel blanquísima... comparada con mi piel obscura, herencia de abuelos oaxaqueños:
-Yo era como tu, pero de tanto lavarme, se me fue lo cafecito de la piel!
Como en todas las historias, después de un par de años cada quien tomó su camino, ella aprovechó la oferta de una ONG y se fue a África a retratar el hambre y la muerte, siempre había querido ser una Oriana Falacci, yo me dolí de su partida tan repentina y después de un tiempo me dí cuenta de que la redacción no me divertía tanto sin ella, salí del periódico y comencé a recorrer el circuito de las revistas, sensacionalistas, deportivas, sociales.
Quince años después coincidimos. Yo como dueño de una pequeña pero respetada revista de fotografía, ella inaugurando una retrospectiva de su trabajo, por alguna razón pidió que el discurso inaugural lo diera yo, que desde hace quince años solo recibía dos postales suyas al año, en meses diferentes. Le respondía a veces cartas que nunca mandé.
Councluida la inauguración coincidimos en la fiesta, y al final, como en otros tiempos, solo quedamos ella y yo, cada uno a un lado de la mesa y una botella de cierto alcohol checoslovaco con el que de seguro se pueden también limpiar radiadores. Su bebida preferida después de alguna estancia en Praga.
Contrastando con mi incipiente calva y barriga de editor ella se veía igual de hermosa, tal vez solo el cabello gris, atado ahora con una cinta blanca, y una mirada que en estos días tiende mucho más a perderse en el infinito. Como dos buenos amigos, volvimos a tocar temas de antaño.
-Y dime Soledad. ¿Ahora a quien amas?
-A nadie negrito, no se puede.
-¿Como que no? Eso no se quita con los años, bien recuerdo que si hay alguien con ganas de amar eres tú.
-Amé... mucho...
-¿Y que pasó?
-Que de tanto amar... es como si hubiera lavado muchas veces mi corazón... hasta que se le fue lo rojito.
No pude contestar nada, solo asegurarme de que esta vez si hubiera una despedida y hacerle un pequeño regalo, antes de volver a casa preguntándome de que color sería mi corazón ahora.
Una de ellas es que yo nunca me haya enamorado de Soledad...
Sobretodo porque en esa época me enamoraba de cualquier mujer que estuviera aunque lejanamente relacionada con el periodismo. Ya desde niño el olor del papel entintado y el ruido de las imprentas me despertaba de madrugada para ver el complicado ballet, el caos organizado que hacían frente a mi casa los repartidores de periódico.
Inevitablemente, recién graduado entré a trabajar a preprensa, el peor trabajo, el del que nunca sale de la oficina, el que nunca verá su nombre impreso.
Y Soledad era la única mujer fotógrafa, unos años mayor que yo, hermosísima y con un don de gente que rápidamente puso a todo el periódico a sus pies. No me enamoré de ella porque nuestro trabajo nos acercaba más en el plan de cómplices. Sus fotos eran buenas pero yo las hacía aún mejores. Ella se llevaba el crédito pero a mi me llenaba de orgullo el saber que todas sus primeras planas eran mías también.
Pasamos cientos de noches frente a mi computadora, yo tomando taza tras taza de café negro mientras ella apenas y tocaba su té exótico en turno (Manzana canela, fruta de la pasión, hojas de naranjo, cosas así...).
Y durante el día cada quién tomaba su camino.
Yo seguía frente a mi computadora, y ella deambulaba por toda la redacción con su cabello negro siempre recogido con una cinta roja. Conquistando el mundo entero con su sonrisa al igual que me conquistaba con sus fotografías.
Se enamoraba con una pasión solo comparable a la que se imprimía en sus imágenes diarias, sin importar que fuera el retrato de un jefe de estado o la dura imagen de un accidente ferroviario. La misma gracia le hacía reírse bajo la mortecina luz de las lámparas de redacción, de cualquier cosa, de mis ojeras de mapache, de mi falta de gracia para bailar (Claro que bailábamos de madrugada), de su piel blanquísima... comparada con mi piel obscura, herencia de abuelos oaxaqueños:
-Yo era como tu, pero de tanto lavarme, se me fue lo cafecito de la piel!
Como en todas las historias, después de un par de años cada quien tomó su camino, ella aprovechó la oferta de una ONG y se fue a África a retratar el hambre y la muerte, siempre había querido ser una Oriana Falacci, yo me dolí de su partida tan repentina y después de un tiempo me dí cuenta de que la redacción no me divertía tanto sin ella, salí del periódico y comencé a recorrer el circuito de las revistas, sensacionalistas, deportivas, sociales.
Quince años después coincidimos. Yo como dueño de una pequeña pero respetada revista de fotografía, ella inaugurando una retrospectiva de su trabajo, por alguna razón pidió que el discurso inaugural lo diera yo, que desde hace quince años solo recibía dos postales suyas al año, en meses diferentes. Le respondía a veces cartas que nunca mandé.
Councluida la inauguración coincidimos en la fiesta, y al final, como en otros tiempos, solo quedamos ella y yo, cada uno a un lado de la mesa y una botella de cierto alcohol checoslovaco con el que de seguro se pueden también limpiar radiadores. Su bebida preferida después de alguna estancia en Praga.
Contrastando con mi incipiente calva y barriga de editor ella se veía igual de hermosa, tal vez solo el cabello gris, atado ahora con una cinta blanca, y una mirada que en estos días tiende mucho más a perderse en el infinito. Como dos buenos amigos, volvimos a tocar temas de antaño.
-Y dime Soledad. ¿Ahora a quien amas?
-A nadie negrito, no se puede.
-¿Como que no? Eso no se quita con los años, bien recuerdo que si hay alguien con ganas de amar eres tú.
-Amé... mucho...
-¿Y que pasó?
-Que de tanto amar... es como si hubiera lavado muchas veces mi corazón... hasta que se le fue lo rojito.
No pude contestar nada, solo asegurarme de que esta vez si hubiera una despedida y hacerle un pequeño regalo, antes de volver a casa preguntándome de que color sería mi corazón ahora.