me pidió que escribiera algo lindo... va para ti, gracias.
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Tren.
Una frescura sospechosa inunda el interior del vagón, detrás del claquetéo de las ruedas se adivina el suave ronroneo de aparatos que inyectan aire frío sin parar ni preguntar. A excepción del niño que a regañadientes se ha puesto el sweater, y el hombre de azul que duerme profundamente, los pasajeros parecen incómodos. El frío es demasiado, de poder abrir una de las ventanas para dejar entrar el cálido aire del exterior lo harían con gusto.
El padre del niño se felicita por haber puesto un sweater en la mochila, es apenas otoño temprano, pero su condición paterna le hace recordar que siempre puede haber un lugar frío que amerite ir abrigado, incluso en verano suele ser necesario, en salas de cine o en el interior de un museo. Recuerda que cuando el mismo era niño, odiaba que le hicieran salir con sweater a todos lados, o que sus padres, cualquiera de los dos, le hicieran ponérselo cuando el apenas comenzaba a sentir fresco. Ahora es su turno de ser padre y adivina el enojo del pequeño por tener que ponerse la incómoda prenda. Sonríe mientras continúa charlando con el viejo del sombrero.
El niño no podría prestar menos atención a su padre, está fascinado con el contenido de la canasta que amorosamente lleva en brazos la muchacha de cabello negro. Ella, con mirada de complicidad le muestra, levantando una esquina de la tela, que adentro hay un polluelo de cuervo dormitando en una mullida cama de algodón, es un ave fea, horrible, con patas y pico desproporcionadamente grandes y el cuerpo cubierto por una mezcla de plumón y plumas apenas formadas. Pero ni al niño ni a la muchacha parece importarles la fealdad del pasajero de la canasta. – Está dormido- le dice quedito el niño a la muchacha, con la felicidad pequeña que da a los niños señalar lo evidente.
La muchacha sonríe junto con el niño y piensa que tiene los ojos grandes de otro, ya no tan niño, que está lejos y no volverá en mucho tiempo. Lleva en su canasta un polluelo de cuervo, sabe que con el tiempo crecerá hasta volverse un ave enorme de plumaje tan negro como sus cabellos, que en su casa los vecinos le mirarán con extrañeza por tener una mascota poco común, pero que le va a querer con todas las ganas que dan el no tener muchas otras cosas que querer, o no tenerlas cerca. Piensa en llegar a casa para escribirle al muchacho de ojos de niño que ha encontrado un polluelo solo en un prado, que le ha recogido y que le cuidará y mimará hasta que pueda volar por si mismo, para después liberarlo con la secreta esperanza de que decida volver en las noches a dormir en una percha junto a su cama, porque no quiere reconocer, pero sabe, que le duele que las personas, o los cuervos, se vayan lejos.
En viejo del sombrero charla animadamente con el padre, la energía que ya se escapa de sus piernas se ha concentrado en su mirada y su voz. Sabe que el padre apenas comprende algunas de las cosas que el ahora sabe, que le faltan años para hacerlo, que ve a su hijo con ojos de ternura porque el niño apenas tendrá seis o siete años y piensa que siempre estará con el. Se pregunta si el mismo mirará inconscientemente con los mismos ojos al hijo que le espera en su destino, que tiene veinte años más que el que ahora platica bajito con la muchacha triste. ¿Porque los jóvenes ahora están tan tristes? Triste esta la muchacha, triste el obrero que vuelve cansado a casa con sus ropas olorosas a trabajo.
El obrero mira a la muchacha también, tendrá la misma edad que ella pero la cara cansada de quien ansía una cama, se ha quedado de pié porque así puede mirar de vez en cuando a la muchacha, su cabello negro, sus ojos tristes, que se ríe por lo bajo cuando el niño mete un dedo a la canasta para tocar al polluelo. El quisiera que la muchacha se riera así con el, quisiera tener una muchacha que le esperara cuando el salga cansado de la fábrica y llegue a su casa, hoy tan sola y de paredes tan desnudas, que se ocupara de que hubiera flores en la sala y con quien pudiera platicar de su trabajo, y del de ella, antes de irse a dormir abrazados a sus cansancios y esperanzas.
El hombre de azul duerme con su sombrero, azul también, colocado sobre la cara, inclinándose peligrosamente hacia el hombro de la mujer, que poco a poco se acerca cada vez más hacia el pasillo. Ella se siente un poco incómoda, pero también comprende el sueño del hombre que probablemente ha trabajado demasiado, y que ya no tiene la edad del joven obrero que le ha cedido el asiento tan amablemente. Espera llegar pronto porque ni sentada le gusta viajar mucho tiempo, y hay que llegar a casa a preparar la cena y recibir a su esposo, que ahora mismo viaja en otro tren desde otra dirección, también cansado, pero seguramente contento de que sea viernes porque mañana podrá dedicarse a las flores del jardín mientras ella lava la ropa y canta, canta porque a el le gusta, el se lo dijo desde que la conoció, y desde entonces ella no canta mas para si misma.
El hombre de azul tose, todos voltean a verlo preocupados, tal vez sí le molesta el frío del vagón, tal vez está enfermo o enfermándose. La mujer piensa que sería muy mala suerte enfermarse en viernes. El padre espera que no contagie al niño y el niño piensa que el hombre no tiene un papá que le diga que debe ponerse sweater, por eso se enfermó. El viejo a veces quisiera poder dormir así en el tren, a pierna suelta. El obrero cree que debería intentar otra vez abrir una ventana para que no se sienta tanto frío. La muchacha solo puede pensar en el polluelo que será su nuevo amigo.
Finamente, el hombre de azul despierta con una última tos, se reacomoda y mira a su alrededor, el vagón sigue vacío, es el único pasajero a esta hora de la noche, como todas las noches. Por eso siempre se tapa los ojos con el sombrero y se pierde construyendo sueños.